De Kim el juglar, que desafina sin cantar.
En los patios y salones de la Corte, donde la nobleza se reúne para deleitarse con melodías y versos, hay un nombre que resuena, aunque no siempre con júbilo: el de el juglar del bajo, que por insistencia más que por talento acompaña a los del diezmo en su aventuras anuales.
Con su bajo de cuerdas gastadas y su afinación dudosa, aparece en las veladas como un viento inesperado, trayendo consigo risas contenidas y miradas entrecruzadas. Se dice que sus dedos, aunque ágiles, parecen danzar sobre las cuerdas sin rumbo fijo, como si persiguieran un compás que solo él escucha. Y su voz, ¡ay su voz! Más cercana al graznido de un cuervo que al canto de un ruiseñor, llena el aire de notas que parecen perderse antes de alcanzar los oídos de los presentes.
Sin embargo, hay algo en que le hace indispensable. Es su osadía, su desparpajo, su manera de desafiar las miradas críticas y los murmullos disimulados de los señores de la Corte. Porque mientras otros músicos buscan la perfección en sus acordes, él encuentra arte en el caos. "No es melodía, es alma," murmura con una sonrisa ladeada cuando alguien osa corregirle.
Y aunque sus actuaciones no elevan espíritus, sí arrancan carcajadas y llenan las copas de buen humor. Los niños le siguen como si fuese un juglar de cuentos, y los ancianos le observan con esa indulgencia que solo los años pueden ofrecer. Hasta el propio Rey, en noches de excesos y risas, pide que lo traigan , sabiendo que su desatino es el toque final que hace de las fiestas un recuerdo imborrable.
Así es Kim, el tañedor de bajo que desafina y el trovador que no canta ni encanta. En la Corte, su lugar no está en el altar de los virtuosos, sino en los corazones de quienes saben que, a veces, una nota torcida puede ser la clave para desatar la alegría