Estamos cuando estamos. Nunca antes. 

ARCHIDUQUERY DE FERIA SEÑOR DE LA FIESTA Y DEL ENGAÑO (Mezzosoprano, Xilófono y Trombón)

ARCHIDUQUERY DE FERIA Y FESTEJOS, CONDE DEL PAGO DE LA ALPACHAR, SEÑOR DE LAS TIERRAS DE LA AVENIDA DE SEVILLA, CUARTO BARÓN DEL ARCOIRIS, PAPELILLO Y SERPENTINA. MANO DE SU MAJESTAD QUE MANDA EN LA FIESTA Y EL CARNAVAL, EL ENEMIGO A DERROTAR, TODOS LO QUIEREN TUMBAR.

En el reino de Caepión, donde las olas juegan en la orilla y el vino dulce corre libre como el aire, hay un hombre cuyo nombre resuena con fuerza en cada feria, banquete y festejo: el Archiduquery de Feria. Señor de las playas, amo de las risas y maestro de los fuegos de artificio, su figura se desliza entre el jolgorio como una brisa ligera… pero su mirada, siempre alerta, nunca pierde de vista el poder.

Se le reconoce por su porte despreocupado y su sonrisa siempre lista, como si la vida entera fuera una verbena interminable. Viste ropajes de vivos colores, como corresponde a quien gobierna el arte del entretenimiento. Su sombrilla dorada, símbolo de su dominio sobre las arenas y los eventos, le acompaña en cada acto, y su capa, tejida con hilos de plata que relucen bajo el sol, ondea al compás de las olas. Pero no os dejéis engañar por su aspecto festivo: tras la seda hay acero, y bajo la risa, cálculo.

—¡El Archiduquery no gobierna, el Archiduquery se divierte! —dicen en las tabernas.
—¡Se divierte mientras os gobierna! —responde David el Bufón, con su ironía habitual.

Y es que el Archiduquery sabe que el pueblo, entretenido, no presta atención a las intrigas de la corte. Mientras las coplas suenan y las hogueras arden, él teje su red de alianzas con la maña de un pescador experto. Dice una cosa al Rey, promete otra a María de la Flota Naval, y susurra al oído de Isabel Jurado lo que jamás pensó que oiría. Su juego es peligroso, pero él lo juega con destreza.

En una ocasión, durante la Feria Mayor de Caepión, el Archiduquery hizo traer un galeón lleno de barriles de moscatel. Las gentes reían, brindaban y cantaban, mientras él, entre copa y copa, se acercó al Barón Javi, que vigilaba el evento con gesto adusto.

—Barón, ¿quién protege las murallas esta noche? —preguntó con falsa inocencia.
—Mis hombres, como siempre. —respondió Javi, molesto.
—Ah, claro… —dijo el Archiduquery, y se alejó con una sonrisa.

Horas después, Javi salió galopando hacia las murallas, temiendo una emboscada inexistente. El Archiduquery, desde la plaza, brindó con los mercaderes del puerto.

Así es su juego: no alza espadas, alza sospechas. No rompe pactos, los afloja. Su reino es el de la palabra susurrada y el gesto ambiguo. Los pescadores del puerto dicen que su lengua es como la marea: suave y refrescante al principio, pero capaz de arrastrarte mar adentro si no te andas con cuidado.

Sin embargo, el Archiduquery tiene un enemigo claro: María de la Flota Naval. Entre ellos, la rivalidad es una danza sin tregua. Él, amante del bullicio y las apariencias; ella, de la disciplina y el control. Sus encontronazos son conocidos en toda Caepión y, cuando coinciden en un acto público, el aire se carga de tensión.

Pero no os equivoquéis: aunque hoy el Archiduquery sea la mano del Rey, su ambición apunta más alto. Sabe que los festejos distraen, pero que el trono, al fin y al cabo, es lo único que da autoridad eterna. Y mientras el Rey brinda en su posada favorita, él ya mide el tamaño de la corona.

Que el pueblo cante y ría, que las coplas hablen de él como el señor de la feria. Al final, entre luces y música, su sombra se alarga más que su sonrisa. Porque el Archiduquery no es solo el amo del ocio: es el titiritero que mueve los hilos mientras todos miran hacia el escenario.

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