Los del Diezmo salen a la calle
¡Oíd, oíd, buen pueblo de Caepión!
¡Abrid vuestras puertas, corred a las plazas y asomaos a balcones y ventanales, pues hoy la corte del Diezmo se echa a la calle, despojándose de sus ropajes de intriga para vestir de copla y pregón! Tras largos meses de traiciones soterradas, pactos de medianoche y promesas que jamás vieron el alba, los ilustres señores del reino pisan las calles empedradas para cantar sus gestas y desventuras.
Por delante, con paso altivo y mirada de feria, marcha el Archiduquery de Feria, señor de las playas y las danzas, quien con sonrisa torcida y abanico de engaños, saluda al gentío mientras murmura por lo bajo: "Que rían, que rían... mientras yo mido la altura del trono". Tras él, el sonido de las trompetas alza su canto, porque donde va Feria, va el bullicio y la artimaña.
A su diestra, el Maestre Pepe, el sabio de Stark en Babia, camina despacio, como si contara las piedras del camino. Su cuervo Joselito grazna al compás de las coplas mientras Pepe, con gesto ausente, susurra: "Todo suma... hasta el despiste". Se dice que lleva en el bolsillo un pergamino con los cálculos del día en que el trono cederá bajo el peso de su propio desorden. Y junto a él, con su andar resuelto, aparece Isabel de Orihuela, la Duquesa de la Alcancía, cruzada en su eterno estandarte de la siniestra. Habla con Pepe de nuevas reformas, de costuras y del medioambiente, mas su mirada, curiosa y astuta, se pierde en los balcones donde el pueblo grita sin escuchar. "Vienen a reír, no a entender", musita al Maestre, quien asiente con gesto pensativo.
No lejos de ellos, avanza la dama de la rosa ensangrentada, María de la Flota Naval, vigilando con ojo avizor las reacciones del pueblo. Porta una pequeña daga en su cinto y una sonrisa medida en sus labios. "El mar nunca olvida, ni yo tampoco", se le oye decir cuando el Archiduquery la saluda con fingida cordialidad.
La comitiva prosigue, y he aquí que aparece el Barón Javi Díaz de los Quinteros, con armadura bruñida y ceño fruncido, vigilando las esquinas como si aguardara una emboscada de su propia sombra. Algunos niños le corean coplas de traición, y él aprieta la mandíbula mientras susurra: "El orden es la espada, y yo soy su filo".
¡Ved, ved a la Duquesa de Castro, Isabel Jurado, la gaviota herida! Luce su abanico como quien blande un estandarte, y al pasar ante el Rey, agita con más fuerza su pañuelo, como si con aquel gesto pudiera volver a sentarse en su trono perdido. Tras ella, cuchichea el pueblo: "La gaviota vuela bajo, pero planea su regreso".
Y llega el estruendo alegre de la música: los Juglares de Caepión. Juan, el Maestre Musical, guía al grupo con gesto solemne, aunque ya se oyen las quejas de Kim, que grita "¡katástrofe!" al ver una cuerda floja en su arpa. Alfredo, el del cangrejo, marca el ritmo con su bombo salpicado de colores; Ramón golpea su tambor al ritmo del mar; Jesús, entre risas y vientos traseros, arranca carcajadas; y Edu, el trovador zurdo, toca su guitarra mientras guiña un ojo a las mozas que lo miran con curiosidad.
Entre ellos, danzando y burlándose de la propia comitiva, aparece David el Bufón, con cascabeles que suenan más alto de lo debido. "¡Más ruido, más vino, menos juicio!", proclama desde su tambaleante andadura. Su risa resuena por encima de las coplas, y con sus gestos exagerados ridiculiza al Archiduquery, quien aprieta los dientes mientras finge una sonrisa. David salta sobre un barril y canta:
"¡Oíd, buen pueblo, las verdades del reino!
Que en la corte hay puñaladas,
que en la feria hay engaños,
y que quien ríe en la fiesta
trama el golpe al temprano!"
Mas el pueblo, ajeno al mensaje, estalla en risas y aplausos. Nadie escucha, todos celebran. Las coplas se pierden entre el estruendo de cántaros chocando, tambores retumbando y gargantas desatadas en euforia. Las calles se convierten en un mar de jolgorio, donde la razón queda ahogada en vino dulce y carcajadas.
La comitiva, desorientada, busca un remanso de calma. Y es entonces cuando, guiados por el rumor del Guadalquivir, alcanzan una taberna escondida en un callejón de adoquines húmedos. Sobre la puerta, una inscripción gastada reza: "La Cueva del Trebujano". Allí, un grupo de gentes forasteras, llegadas desde Trebujena, comparte vino, viandas y coplas que suenan a tierra y marisma.
Al entrar, el ruido del exterior queda atrás, y una cálida camaradería envuelve a los del Diezmo. Se sientan entre los habitantes del pueblo, beben del mismo vino y cantan las historias que tanto intentaron contar entre el bullicio. Borja, con su bastón alzándose sobre las cabezas, entona una copla sobre las traiciones del trono; David improvisa chanzas sobre las ambiciones del Archiduquery; y María de la Flota Naval ríe por primera vez en mucho tiempo. Pepe y la Duquesa Isabel de Orihuela, entre risas, debaten si el moscatel es mejor cuando se sirve en cántaro de barro o en copa de metal.
Así pasan las horas, entre coplas, brindis y relatos de aventuras que ya son leyenda. Y cuando la luna alcanza su cénit, cada cual regresa a su almena o cámara, dejando atrás la pequeña taberna donde, por una noche, la política cedió paso a la música y las risas.
Porque en Caepión, como en Trebujena, el alma se alivia con vino, copla y compañía sincera, aunque al amanecer las dagas vuelvan a brillar tras las sonrisas.